"No temas a la competencia, teme a tu propia incompetencia".
La recompensa del esfuerzo
Un hombre que paseaba por el parque se encontró un capullo de mariposa y se lo llevó a su casa para ver nacer el insecto. Esperó impaciente varios días hasta que se abrió en él un pequeño orificio por el que empezaron a salir las antenas. El hombre se sentó a disfrutar de ese momento mágico pero observó que el animal forcejeaba con el capullo sin conseguir hacer el agujero más grande.
La mariposa se había atascado y el hombre empezó a sentir pena viendo que tantos esfuerzos no le servían para nada. Decidido a ayudarla, cogió una tijera y agrandó el agujero lo suficiente para que el insecto pudiese salir. Y así fue, la mariposa ya era libre pero su cuerpo estaba hinchado y con las alas completamente dobladas. El buen hombre la dejó dentro de una cajita con agujeros para que pudiera respirar y acabar de desplegarlas. Pero cuál fue su sorpresa cuando, después de unas horas, abrió la caja y vio que seguía igual. De hecho, el animal jamás logró abrir completamente las alas ni volar. Y es que lo que parecía una buena opción privó a la mariposa de un esfuerzo que ayudaría a su desarrollo normal. Eso mismo nos pasa a los humanos: si no se nos permite superar obstáculos con nuestro propio esfuerzo jamás nos haremos fuertes en la vida.
El balsero y el estudiante
Un joven naturalista decidió hacer una excursión a lo largo del curso de un río, y por recomendación de unos amigos, subió a la balsa de un viejo marinero de agua dulce que se conocía el lugar como nadie. El hombre llevaba toda su vida navegando por el mismo curso y no existían secretos para él. Cuando llevaban un rato río abajo, el joven le preguntó al balsero: "¿Sabe usted cómo se llaman esas piedras que se ven en la orilla?". A lo que el buen hombre respondió: "No señor, no lo sé". Disculpe que no sepa contestarle". Entonces, el aprendiz de naturalista dijo: "Pues sepa usted que ha perdido una gran parte de su vida por no conocer la amplia variedad de piedras hermosas que atesora este río".
El muchacho volvió a hacer comentarios similares cuando el anciano reconoció que desconocía igualmente el nombre de los peces y las plantas que formaban el ecosistema fluvial. La conversación se interrumpió bruscamente cuando el anciano vio que la balsa se estaba hundiendo. "¿Sabe usted nadar?", le preguntó al joven. "No, nunca pude aprender", contestó. Y el balsero concluyó: "¡Pues sepa usted que va a perder toda su vida!". A veces las cosas más simples son las más útiles, pues nos pueden sacar del apuro o incluso salvar la vida.





