El león, que nunca se había distinguido por su buen carácter, tenía el día cruzado. Iba paseando por la selva en busca de comida cuando se cruzó con una mofeta pendenciera, que se preciaba de no haber perdido ni una sola pelea con cualquier animal, por peligroso que fuese. Tras intercambiar dos o tres frases, el león y la mofeta perdieron los estribos y se enzarzaron en una disputa. El felino levantó su enorme zarpa y, a punto estaba de asestar un fatal golpe a su presa, cuando la mofeta lo roció con su fétido líquido. El león huyó con el rabo entre las patas y más airado que nunca. Tras pasar varios días vagabundeando por la selva para ver si aquel insoportable olor desaparecía, decidió pedir consejo a sus tres animales de confianza.
"Amigo oso, ¿crees que huelo mal?". Sospechando que esperaba una respuesta sincera, le dijo: "Hueles realmente mal". Y el rey de la jungla lo degolló. Llegó el turno del lobo, quien, creyendo saber lo que deseaba oír el león, susurró: "Oléis a rosas". El león no soportó semejante engaño y se zampó al lobo. Solo quedaba consultar al zorro que, sabiendo lo sucedido, se excusó: "Estoy tan resfriado que no puedo oler nada". Sabia decisión, pues cuando es peligroso hablar, lo mejor es callar.
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